a)
La noche adquiere una conexión familiar con la neblina.
Van de la mano, fornican y se extrañan en la lejanía;
se retuercen y tiemblan de frío con un viento helado
y se estacionan en el pico de un cerro solitario.
En el otoño tiñen el bosque de espíritus rojizos
y guardan el crujido de la tierra, de las hojas muertas.
Nuevas hojas tendrán el mismo lugar y el mismo sonido,
nuevas ramas brotarán de las yagas de las ramas viejas,
hasta que las raíces se arraiguen profundas en la piedra
y los musgos cubran finalmente el último rastro del hombre.
Entonces la noche y la neblina seguirán fornicando:
lo suyo va más allá del tiempo que a nosotros nos marca.
Su juego ha sido un testigo mudo y fiel de nuestras vidas,
el ejemplo claro de cuánto podemos marchitarnos.
b)
Si es así,
¿por qué seguir preguntándonos por nosotros, nuestras vidas?
¿Por qué seguir midiéndonos con arena y manecillas?
La respuesta sería no tener nada más que preguntar.
Si el sol para nosotros es medida y no pura vida
¿para qué seguir preguntándonos?
Si tenemos contados los amaneceres y las noches,
¿para qué seguir midiéndonos?
Habría que encontrar un juego como la noche y la neblina,
olvidarnos de nosotros mismos mientras lo jugamos,
de nuestras preguntas, medidas, respuestas y muertes,
y no pensar en nada más, y florecer, y extrañar, y fornicar,
y todos los amaneceres y todos los anocheceres
y rojo y verde y el minuto y el segundo
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