domingo, 9 de diciembre de 2007

Citadinia I

Arde en las conciencias el mismo grito de ayer, hoy.
Silencioso al principio, el alarido metafísico de ayer, hoy.

Erguida sobre un espeso pantano,
la misma ciudad de todos los días

cae sobre las almas definitiva,
impiedosa y pesada como la roca.

Escucha su ruido impúdico, su baile,
su necedad rubescente y sedienta,

su calidad de espora infecta
(siente madurar sus sombras en tu piel);

el cinismo latente de su peso
que el día ayer era el mismo que el día de hoy,

y, como hoy, pesaba sobre los cuerpos
y sobre las almas
(Dices: "las almas no existen").

Arde en las conciencias el mismo fuego
que no mengua, la calma que no llega.

Nunca entre la saturación habitó el vacío,
nunca un grito en común fue tan silencioso.

(Sin embargo:)
Las luces plásticas esconden las estrellas;
nubes de humo cobijan la ciudad

y la piedra, alarido de ayer, de hoy y de luego
(¡Escucha!)
duerme arrullada por nuestro dolor silencioso.

(Es de noche en la Ciudad)

Diego Álvarez

Haikús para Reciclar

(A J.)

1
tu mano escribe
las letras solitarias
que vuelan lejos

2
quiero oír tu voz
que es rugosa y espesa
y es piedra de luz

3
cada mañana
te mueves como el agua:
navegas a mí

4
suenas a lluvia
escurres en mis manos
tu nombre gotea

5
cuando la noche
te susurra entre dientes
vuleves a mí

6
también tus ojos
que flotan en el aire
son como espejos

7
luz de la luz
sueño dentro de sueño
agua en el agua

8
nunca silencies
tus palabras son caos:
tiñen las sombras

Diego Álvarez

¡Fulco conoce a las Ratas!

¡Oh gran dolor!
Admites en tu cueva
nada más que la sombra.
¿Es cierto,
noche negra?
Federico García Lorca

Dentro de mi cabeza se gestaba un grito. Y, aunque hacia afuera mi apariencia era tranquila, yo oía constantemente el ruido que estridía. No obstante, me obligaba a mantener la calma porque ya antes habían tratado de encerrarme.
(En aquella ocasión:)
Entraron en mi cuarto, me inmovilizaron y me golpearon. Me pusieron a dormir y me encerraron en un cuarto oscuro, casi negro. Me alimentaron con cenizas y cochambre, que más de una vez hube de compartir con ratas húmedas y malolientes que se colaban a través de pequeñas grietas en la pared. Estuve ahí hasta (no recuerdo cuándo) que empecé a estar aquí. Y, aunque durante muchos días sentí cierta añoranza por mis días de encierro, finalmente le tuve cariño a la luz. Así pasé mucho tiempo, iluminado y en silencio, con mi cabeza en calma.
Luego, un día con tanta luz como todos los demás, mi cabeza empezó a activarse. Primero un burbujeo suave. Después hirvió. Mi cerebro líquido se evaporaba y luego se condensaba. E incluso llegó a evaporarse y condensarse al mismo tiempo. Fue alrededor de esos días que noté cómo me miraba la gente. Como si me hubieran mirado así desde siempre, pero recién caía en cuenta.
Supe que querían atraparme otra vez. Para ese entonces el grito, ya insoportable, me atosigaba día y noche. Además era cada vez más evidente que me encontraba en la mira de mis antiguos encerradores. Me miraban, pequeño, detrás de sus gafas gruesas como de roca transparente y se burlaban de mí. Sonreían con sus dientes anormalmente blancos y brillantes de ortodoncista y echaban sus alientos de animales rumiantes en mi cara: el ruido seguía.
Incierto, sin saber qué era el ruido dentro de mi cabeza ni las razones que todos tendrían para querer encerrarme, busqué un lugar alejado de la sociedad. Me fui de noche y sin dejar huella mientras todos dormían. Me sentí ajeno a todos ellos, como a las paredes corroídas y las luces, y al falso cielo plástico que cubría la ciudad. En la calle, evité pisar cualquier charco que hiciera: "fschaasz"; caminé al principio a pasos cortos, y luego troté. Entré a un callejón estrecho que me llevó a otro aun más estrecho, que llevaba a otros, cada vez más oscuros como el lugar en donde antes había estado encerrado.
Y pensé: "si voy a estar en un lugar oscuro es mejor correr libre" cuando iba llegando al último callejón, que estaba cerrado. Y al pie de la última pared al fondo de este último callejón había una alcantarilla con una gruesa tapa de plomo que todas mis fuerzas apenas pudieron levantar.
Mientras me escabullía por los acueductos donde fluían los desechos de la ciudad, estaba demasiado ocupado en mi huída como para notar que el grito de mi cabeza cesaba poco a poco; decidí correr hasta donde mis piernas no aguantaran más y mi cuerpo se colapsara. Y lo hice. Quedé rendido en un rincón húmedo y tibio donde me llenó una tranquilidad difícil de explicar, y esa misma tranquilidad me convenció de pasar ahí algún tiempo de mi vida. En ese lugar también, apenas había decidido quedarme, escuché el chillido amable de las ratas que se acercaban a mí en la oscuridad...
Diego Álvarez

Enteogenía I


Un departamento pequeño. Entre el humo de los cigarros, poco a poco se materializan tres espectros: F. Zori, Lirian. M, y J. el Rojo. La música es poco distinguible. Los seres vivos pasan de vez en cuando junto a los tres espectros, o los atraviesan, ignorando sus palabras. La luz tenue se mantiene durante toda la escena:


M: La calma de los besos que transcurren en momentos interminables
J: Perfecciones circulares, secretos entrañables
F: Evidentemente las circunstancias
no llevan a ninguna consecuencia.
Evidentemente querría poseer el infinito en un irreflexivo parpadeo.
M: Yo que creía que la vida era corta, ahora pienso que las alas de mariposas son largas como mis lágrimas.
J: Por eso son buenas las texturas de realidad que aparecen de vez en cuando
F: Y, fácticamente, la historia se remite a un solitario punto
perdido sobre el papel.
Se remite a un trazo
olvidado y recubierto sobre el papel solitario...
M: Cada beso que das a la almohada cuando piensas en el mañana, cada lengua que corre por mi piel, su piel.
J: Cuando el sueño se encarna y se torna intocable
F: Tengo, latente, la soledad del alcohol.
Tengo, latente, la olvidada conciencia
de la pluma que es solitaria como los cuerpos y siempre termina en...

La música continúa. Las personas siguen atravesando a los espectros sin notarlos, sin escucharlos. Luego de que terminan de hablar, los espectros poco a poco se desvanecen en la noche...

Diego, Miriam, Jonás

Fulco y las Ratas

¿Cómo lo llamaré? ¿Nuestra ruina o nuestra
salvación? ¿Dónde termina? ¿Cuándo, adormecido
al fin, se calmará el furor de la Fatalidad?

Esquilo

Fulco pasó una época de su vida con las ratas luego de que, cansado de los achaques que le provocaba el acaecer corriente de la vida en la ciudad, decidió abandonar la cotidianeidad y refugiarse en los confines más alejados de la sociedad. Y, buscando el confín más alejado, Fulco llegó a las alcantarillas. Ahí había vivido dos semanas cuando conoció a las ratas.
Juntos devoraron los desechos de la sociedad; incluso, después de un tiempo, ésta se borró de la memoria de Fulco. Y se olvidó, también, de todas las preocupaciones y llegó a ser muy feliz en el seno de los roedores. El exilio y la suciedad los hacía similares. Tuvo una madre adoptiva, varios padres y varios hermanos. Conoció el amor de una familia y dejó de creer en la muerte como cree un ser humano.
Por fortuna, dos niños malcriados que se aventuraron, en un juego, a descender a las alcantarillas, lo encontraron e hicieron que lo rescataran. En la superficie, Fulco rápidamente recuperó la vida que sólo le era un vago recuerdo, y se convenció de que las ratas habían sido un buen sueño, pero nada más. Olvidó a su familia al punto que no dudó en matar a Mamá Rata de un pisotón el día en que ella, después de mucho extrañarlo, por fin se decidió a hacerle una visita.
Diego Álvarez
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