jueves, 6 de marzo de 2008

El Máximo Absoluto (Última Parte)

V
Me llamo V. Leda, Dr. en Psiquiatría. Me asignaron el caso de Micolae de Tréveris, en la clínica San Rafael. Sólo que no se llamaba Micolae de Tréveris, todos sus papeles decían que era José Méndez, y que había nacido en el Hospital Metropolitano, en 1980. LA primera vez que lo vi vestía una bata azul, y babeaba de vez en cuando. Y sólo contaba la historia que acabo de escribir, casi con las mismas exactas palabras cada vez. Supe que fue estudiante en la Universidad, de varias carreras y que fracasó en todas. Nunca pude tratarlo bien porque siempre empezaba y acababa en lo mismo. Su vida era la vida del Micolae del relato. Sólo una vez dijo palabras que no tuvieran que ver con la historia que acabo de escribir, cuando, después de investigar una tarde en la biblioteca, le dije contundentemente:
-Micolae de Tréveris nació en 1440, en Tréveris, y está enterrado en Roma. Tú no eres Micolae de Tréveris. ¿Quién eres?
Y mientras apretaba sus manos huesudas contra mi cuello comenzó a decirme que uno es infinito, y que un cuerpo enterrado sólo es un cuerpo enterrado, y que todo lo demás, como el mundo, no dejaba de moverse, que existía una parte de la mente y de una realidad que nunca comprendería. Me preguntó si yo era capaz de decir quién soy o quién es él, y dijo que no podía decir nada de Micolae de Tréveris si no entendía antes que yo era yo y todos al mismo tiempo, y de ese modo todos éramos Micolae, y lo seguía diciendo mientras los enfermeros lo metían en una camisa de fuerza, y lo arrastraban lejos de mí. Y como yo quería dormir bien esa noche, me fui sin más preguntas y nunca regresé.

El Máximo Absoluto (Cuarta Parte)

IV
Al día siguiente, Micolae abrió los ojos en una ciudad en un mundo desconocido. Recordaba las cosas que veía pero había una discordancia entre ellas. La armonía que antes encontraba en la realidad no existía. El mundo estaba construido por choques, y ya no parecía tan lógico que los contrarios fueran una sola cosa. Micolae de Tréveris caminó prudentemente por las calles de la Ciudad de México recordando todo, pero como si sus propios recuerdos pertenecieran a alguien más. Todo lo que el día anterior sabía que era verdad ahora parecía falso. Micolae pensaba en eso mientras caminaba y luego se quedó parado, atónito: hacía casi seiscientos años no pensaba en la realidad en términos de qué era verdadero y qué era falso.
Mundano y sucio, el antiguo sacerdote Micolae de Tréveris empezó a caminar las calles de la ciudad, sombrío y con una sobriedad que ya no le era familiar. Cuando trató de atravesar una pared, se dio en la cabeza, y cuando trató de iluminar a una virgen terminó en una prisión de la que no pudo escapar, y ahí estuvo un par de años, hasta que lo dejaron salir por buena conducta. Fuera del lugar, estaba decidido a recuperar su iluminación. Cuando regresó al que alguna vez fue su departamento, lo encontró ocupado, y no encontró en su cabeza la respuesta perfectamente teológica y geométrica que le hubiera hecho recuperarlo. Perdido en la noche de la ciudad, oscura y espesa, gritó desesperado pidiendo la ayuda del Máximo Absoluto, y sólo encontró burlas y zapatazos en respuesta. Desesperado, robó un papel y una pluma, e intentó repetir la demostración geométrica que lo devolvería a la realidad a la que pertenecía, porque él ya no era de este mundo. Pero se encontró a sí mismo rayando el papel en formas incomprensibles que se asemejaban a los dibujos de un niño pequeño. Estaba destrozando el papel cuando vio a un grupo de mujeres calzando botas caminando en un callejón. Mirando hacia el cielo notó la cantidad de cables tensos que pendían de postes. Cuando las mujeres se negaron a ayudarlo aventando sus botas hacia los cables, Micolae de Tréveris arremetió violentamente contra ellas. Consiguió algunas botas. Cuando las autoridades llegaron a apresarlo, lo encontraron semidesnudo. Todas las botas colgaban de un cable y ahora trataba de colgar los harapos en que estaba vestido. Balbuceaba cosas como que iba a volver a su orden, que él era el Máximo Absoluto, y que toda geometría y teología era perfecta en él.

El Máximo Absoluto (Tercera Parte)

III
La tercera iluminación de Micolae de Tréveris vino en la hoguera, cuando estaba a punto de ser quemado vivo. Eran las festividades del final del concilio y toda Padua estaba presente. Dentro de su cuerpo, la mente de Micolae se preguntaba porqué el Máximo Absoluto lo había abandonado después de iluminarlo con la verdad. Entonces, antes de que la llama ardiera, la atención de su vista se centró en un rito del pueblo: entre dos edificios pendía una cuerda firme. Las mujeres del pueblo se descalzaban y ataban los cordones de sus botas derechas con los de sus botas izquierdas, y lanzaban al aire el par atado, esperando que quedara pendiendo de la cuerda firme. Micolae vio interesadamente a una mujer de singular belleza que sonreía y luego lanzaba su par de botas al aire, y luego vio cómo los cordones atados chocaban con la cuerda tensa, y a partir de ahí el par de botas describía una línea curva mientras giraba alrededor. En ese momento, supo la verdad que en su huída no había alcanzado. El par de botas se iluminó milagrosamente, y la curva de los zapatos y la cuerda tensa fueron una sola cosa. El mundo y la gente se descompusieron en formas primarias, geométricas, que eran una sola y todas distintas al mismo tiempo. La mujer bella que había aventado el par de botas ahora era ella misma en su concepción primaria, una con el todo, proyectada al infinito como el Máximo Absoluto lo había dispuesto, y ahí su hermosura era suprema porque era una sola cosa con su fealdad y todas las fealdades, y sólo en la convivencia con el todo y con la nada alcanzaba el máximo esplendor. El fuego que comenzaba a arder quemaba y daba al mismo tiempo el alivio que estaba en la contradicción del dolor. Todas las contradicciones cupieron dentro de Micolae y pudo modificarlas a su antojo. Las cuerdas que apretaban sus manos de repente fueron un impedimento y una forma de salir. La solidez de sus brazos coincidió con la solidez de aquello que lo aprisionaba, y fue una sola solidez, y antes de racionalizar su proceder divino, Micolae de Tréveris estaba fuera de una Padua que se preguntaba qué habría sucedido con el hereje que estaban a punto de quemar.
A partir de ese momento tuvo conversaciones eventuales con el Máximo Absoluto. Realizó pruebas geométricas de todos los evangelios en todas sus lenguas y mediante la figura básica del triángulo pudo comprender en su mente el misterio de la Trinidad y experimentó toda la vida del Cristo en un segundo. Cada vez que intentaba pasar el mensaje encontraba sólo una condena más, una hoguera más, y un pueblo del que tenía que huir. El Máximo Absoluto le recordaba su propio destino, cuando fue el Cristo, cada vez que Micolae preguntaba porqué la gente no lo quería. Después de decenas de acusaciones de herejía, Micolae supo de verdades que trascendían sus propias concepciones anteriores.
Después de las pruebas con los evangelios empezó a realizar pruebas empíricas de los valores morales enseñados por Dios en el mundo. Así consiguió una forma de canonizar al reino vegetal según las leyes físico-morales de su iluminación, y descubrió la forma geométricamente perfecta de romper el himen de una virgen sin que esto entrara en concepción posible del pecado. Una vez envejeció, pero ya por su quinta iluminación había trascendido la muerte. Así fue un testigo silencioso de la historia, pues había entendido que enseñar su verdad era peligroso para el ser humano. Viajó a las Américas y ahí, al ver los genocidios que sus una vez colegas realizaban, se deshizo del hábito porque la matemática de su moral era más precisa que la de la belleza del atuendo.
Vestido como civil, Micolae poco a poco fue cansándose. Su único consuelo era la pequeña iluminación que le otorgaba a una virgen después de acostarse con ella, y eso mismo iba perdiendo sentido rápidamente. Los momentos en que las formas teológicas y geométricas tenían sus esplendores más abruptos dejaron de interesarle, al punto de que, cuando presenció la Segunda Guerra Mundial se dijo a sí mismo que eso ya lo había visto y que seguramente lo volvería a ver.
Sucedió que todo era lo mismo. Todo era contrario de algo más, y todos los contrarios se unificaban en él. Su vida había sido guiada según la iluminación, y Micolae, aburrido, trató de hacer algo distinto. Una mañana en que la realidad estaba tranquila, tomó un pedazo de papel papiro, uno de los originales en los que plasmó la realidad geométrica para expresarla delante del concilio de Padua después de su segunda iluminación. Ahí, en un diagrama pequeño trazado con una tinta negra que brillaba con un extraño dorado, estaba la demostración de la línea recta y la curva que coincidían. En ese momento, el antiguo sacerdote ya vivía en esta ciudad, hace unos cinco años, en un departamento pequeño y ordenado según dictaban los dogmas del Máximo Absoluto, donde guardaba recuerdos de cada una de sus iluminaciones. Divertido, Micolae tomó una pluma y tachó bruscamente el diagrama. Junto, con una tinta distinta, rojo, escribió: UNA LÍNEA RECTA Y UNA CURVA NO PUEDEN COINCIDIR, y se fue a dormir.

El Máximo Absoluto (Segunda Parte)

II
Esta fue la claridad que logró el sacerdote italiano. Impresionado por su trabajo, se dirigió al concilio caminando con el porte que sólo podía tener el hombre más cercano a Dios. Una vez ahí, ignoró las conferencias de sus colegas, que seguían apegadas a las viejas analogías que definían a Dios sólo como un máximo, o como la perfección, ignorando la verdad geométrica de que en Dios el máximo y el mínimo eran lo mismo.
Y mientras los demás sacerdotes y obispos hablaban, Micolae iba entendiendo sus palabras en un sentido distinto. Dentro de su mente juzgaba los discursos y dialogaba con Dios. Cuando fue su turno de hablar, se sentía irradiado de una palabra absoluta.
Arrancó su discurso hablando de las viejas concepciones del Máximo Absoluto, y de cómo estas concepciones lo limitaban y rebajaban al nivel del humano decadente, común y corriente. Expresó su indignación en contra de los teóricos que hasta su momento habían hablado acerca de la realidad como si tuvieran una idea de lo que había detrás. Llamó limitadas las mentes de todos los que lo escuchaban y nombró, por primera vez, las razones que lo llevaban a llamar a Dios el Máximo Absoluto y no simplemente Dios. Dictaminó que en un ser infinito deben coincidir todos los contrarios, así llamar “bueno” a Dios era rebajarlo a un juicio terrenal, porque Dios no era puro bien, sino El Bien en el bello momento en que es uno no sólo con el mal sino con la idea de juicio y todas las verdades opuestas habidas y por haber.
-La prueba está en esto: una línea y una curva: dos contrarios. Si hacemos que la curva tenga su tangente en la línea –, y dibujó una línea sobre un pliego enorme de papel papiro, y luego dibujó un círculo que tocaba la línea en un punto -, y aumentamos la línea y la curva hasta el infinito -, y empezó a dibujar círculos sucesivamente mayores sobre el papel, mostrando que la curva se pegaba cada vez más a la línea -, en este infinito serán lo mismo. –Y trazó una última curva que se salía del papel pero que casi coincidía completamente con la línea. –En vuestras mentes débiles –agregó –nunca vais a ver el punto infinito en que es lo mismo. Es como si aspiraseis a ser el Máximo Absoluto. Yo, por mi parte, fui iluminado dos veces, y se me ha encargado guiaros en esta nueva empresa teológica y geométrica como el brazo derecho de aquél a quien ustedes llaman burdamente Dios. No lo conocéis ni lo conoceréis aquí, con sus débiles juicios, sus mentes quietas que tratan de encontrar la quietud en el universo. Os diré algo: sois patéticos. ¡Dios es infinito y uno a la vez! El universo es infinito y no tiene centro. Y os diré algo más: todo se mueve. Sólo tenéis una oportunidad de despertar, desdichados. Seguidme si queréis la salvación. El Máximo me eligió para guiaros. Me eligió para…
Unánimemente fue condenado a la hoguera después de estas palabras. En cuando el Sumo Pontífice que presidiaba el concilio gritó que lo atraparan, Micolae de Tréveris huyó a toda prisa sin comprender el extremo anti-geométrico al que llegaban los celos de sus colegas. Encarrerado no tuvo tiempo de ver cómo el mundo comenzaba a mutar con cada trote. Su mente iluminada saltó las bancas de la Iglesia de Padua, donde se llevaba a cabo el concilio, con una destreza de la que nunca se supo capaz, abrió los portones y salió corriendo despavorido hacia las afueras de la ciudad. Pero antes de que sus pies alcanzaran a su mente, que ya había escapado, su cuerpo fue apresado. Cuando su mente casi divina regresó al cuerpo, estaba amarrado a un poste, con leña que tronaba debajo de sus pies, a punto de arder.

El Máximo Absoluto (Primera parte)

Donde quiera que se sitúe el observador,
él se creerá centro de todo.
Nicolás de Cusa, Docta ignorancia
I
Micolae de Tréveris fue acusado de herejía por primera vez hace casi seiscientos años, en 1440, después de un concilio en Padua. Antes del concilio pasó días encerrado en un cuarto pequeño y húmedo determinando en viejo papel papiro las exactitudes de la iluminación que se le otorgó en una noche fría en que había despertado sin razón aparente:
Sus ojos no habían terminado de acostumbrarse a la oscuridad voraz de su claustro cuando una luz pequeña pero luminosa como el Sol entró fulminante por sus ojos cegándolo por un momento, se instaló en su mente y ahí se quedó. En la mañana las ideas de Micolae estaban irradiadas por una verdad que embonaba en su cabeza con una perfección teológica y geométrica, y develaban despiadadamente en cada célula de su corriente sanguínea el fin último de todo lo real. Decidió dedicar todo su tiempo, hasta el concilio, a develar con toda la claridad posible ese nuevo orden que el Máximo Absoluto le había dictado.
Faltaba, entonces, un mes con pocos días para el concilio. El sacerdote Micolae de Tréveris empezó a plasmar las demostraciones que para él eran muy claras, pero que el mundo jamás entendería. Trataba de hacer lo necesario para que el concilio comprendiera y aceptara su ignorancia, y lo siguieran en el nuevo camino, el único correcto. Las verdades que él entendía se volvían oscuras mientras las iba escribiendo tal y como eran. Como si, al salir de su cabeza perdieran la luz que les era propia dentro y se volvieran un opaco conjunto de rayones en tinta oscura. Fue por eso que, después de varios días en que ayunó angustia, y cuando estaba a punto de desfallecer de cansancio, el Máximo Absoluto lo iluminó de nuevo. Esta vez, la iluminación quedó escrita. Después de que el sacerdote descubrió sus ojos y se acostumbró a la opacidad habitual, las líneas que antes no tenían sentido sobre el papel estaban acomodadas según el perfecto orden geométrico y teológico que ya existía dentro de su mente.
El artículo que escribió Micolae de Tréveris señalaba la posibilidad matemática de probar que, elevándolos a proporciones infinitas, dos contrarios pueden coincidir. El lugar donde los contrarios coincidían era Dios. Según él, toda dicotomía era un producto de la limitada racionalidad con que el humano comprendía al medio que lo rodeaba, y no una realidad de dicho medio. Era posible comprobar que dos opuestos podían coincidir en un infinito más allá de la comprensión del hombre. Y, a pesar de que era imposible conocer el momento en que se encontraban los opuestos, era posible acercarse a él. Cualquier hombre podía establecer paralelismos, símiles y analogías, pero mientras el infinito no cupiera en su razón, las máximas verdades y las paradojas que trascienden la comprensión lógica seguirían siendo ideales más relacionados con la fantasía. La única posibilidad era aproximarse a Dios y su teología por medio de la razón geométrica, que era más poderosa que la humana. El texto terminaba cuando Micolae confesaba ser el único humano que podía entender la realidad como tal, y no por medio de meras aproximaciones, lo que lo convertía en la mano derecha del Máximo Absoluto.