jueves, 6 de marzo de 2008

El Máximo Absoluto (Primera parte)

Donde quiera que se sitúe el observador,
él se creerá centro de todo.
Nicolás de Cusa, Docta ignorancia
I
Micolae de Tréveris fue acusado de herejía por primera vez hace casi seiscientos años, en 1440, después de un concilio en Padua. Antes del concilio pasó días encerrado en un cuarto pequeño y húmedo determinando en viejo papel papiro las exactitudes de la iluminación que se le otorgó en una noche fría en que había despertado sin razón aparente:
Sus ojos no habían terminado de acostumbrarse a la oscuridad voraz de su claustro cuando una luz pequeña pero luminosa como el Sol entró fulminante por sus ojos cegándolo por un momento, se instaló en su mente y ahí se quedó. En la mañana las ideas de Micolae estaban irradiadas por una verdad que embonaba en su cabeza con una perfección teológica y geométrica, y develaban despiadadamente en cada célula de su corriente sanguínea el fin último de todo lo real. Decidió dedicar todo su tiempo, hasta el concilio, a develar con toda la claridad posible ese nuevo orden que el Máximo Absoluto le había dictado.
Faltaba, entonces, un mes con pocos días para el concilio. El sacerdote Micolae de Tréveris empezó a plasmar las demostraciones que para él eran muy claras, pero que el mundo jamás entendería. Trataba de hacer lo necesario para que el concilio comprendiera y aceptara su ignorancia, y lo siguieran en el nuevo camino, el único correcto. Las verdades que él entendía se volvían oscuras mientras las iba escribiendo tal y como eran. Como si, al salir de su cabeza perdieran la luz que les era propia dentro y se volvieran un opaco conjunto de rayones en tinta oscura. Fue por eso que, después de varios días en que ayunó angustia, y cuando estaba a punto de desfallecer de cansancio, el Máximo Absoluto lo iluminó de nuevo. Esta vez, la iluminación quedó escrita. Después de que el sacerdote descubrió sus ojos y se acostumbró a la opacidad habitual, las líneas que antes no tenían sentido sobre el papel estaban acomodadas según el perfecto orden geométrico y teológico que ya existía dentro de su mente.
El artículo que escribió Micolae de Tréveris señalaba la posibilidad matemática de probar que, elevándolos a proporciones infinitas, dos contrarios pueden coincidir. El lugar donde los contrarios coincidían era Dios. Según él, toda dicotomía era un producto de la limitada racionalidad con que el humano comprendía al medio que lo rodeaba, y no una realidad de dicho medio. Era posible comprobar que dos opuestos podían coincidir en un infinito más allá de la comprensión del hombre. Y, a pesar de que era imposible conocer el momento en que se encontraban los opuestos, era posible acercarse a él. Cualquier hombre podía establecer paralelismos, símiles y analogías, pero mientras el infinito no cupiera en su razón, las máximas verdades y las paradojas que trascienden la comprensión lógica seguirían siendo ideales más relacionados con la fantasía. La única posibilidad era aproximarse a Dios y su teología por medio de la razón geométrica, que era más poderosa que la humana. El texto terminaba cuando Micolae confesaba ser el único humano que podía entender la realidad como tal, y no por medio de meras aproximaciones, lo que lo convertía en la mano derecha del Máximo Absoluto.

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