jueves, 6 de marzo de 2008

El Máximo Absoluto (Tercera Parte)

III
La tercera iluminación de Micolae de Tréveris vino en la hoguera, cuando estaba a punto de ser quemado vivo. Eran las festividades del final del concilio y toda Padua estaba presente. Dentro de su cuerpo, la mente de Micolae se preguntaba porqué el Máximo Absoluto lo había abandonado después de iluminarlo con la verdad. Entonces, antes de que la llama ardiera, la atención de su vista se centró en un rito del pueblo: entre dos edificios pendía una cuerda firme. Las mujeres del pueblo se descalzaban y ataban los cordones de sus botas derechas con los de sus botas izquierdas, y lanzaban al aire el par atado, esperando que quedara pendiendo de la cuerda firme. Micolae vio interesadamente a una mujer de singular belleza que sonreía y luego lanzaba su par de botas al aire, y luego vio cómo los cordones atados chocaban con la cuerda tensa, y a partir de ahí el par de botas describía una línea curva mientras giraba alrededor. En ese momento, supo la verdad que en su huída no había alcanzado. El par de botas se iluminó milagrosamente, y la curva de los zapatos y la cuerda tensa fueron una sola cosa. El mundo y la gente se descompusieron en formas primarias, geométricas, que eran una sola y todas distintas al mismo tiempo. La mujer bella que había aventado el par de botas ahora era ella misma en su concepción primaria, una con el todo, proyectada al infinito como el Máximo Absoluto lo había dispuesto, y ahí su hermosura era suprema porque era una sola cosa con su fealdad y todas las fealdades, y sólo en la convivencia con el todo y con la nada alcanzaba el máximo esplendor. El fuego que comenzaba a arder quemaba y daba al mismo tiempo el alivio que estaba en la contradicción del dolor. Todas las contradicciones cupieron dentro de Micolae y pudo modificarlas a su antojo. Las cuerdas que apretaban sus manos de repente fueron un impedimento y una forma de salir. La solidez de sus brazos coincidió con la solidez de aquello que lo aprisionaba, y fue una sola solidez, y antes de racionalizar su proceder divino, Micolae de Tréveris estaba fuera de una Padua que se preguntaba qué habría sucedido con el hereje que estaban a punto de quemar.
A partir de ese momento tuvo conversaciones eventuales con el Máximo Absoluto. Realizó pruebas geométricas de todos los evangelios en todas sus lenguas y mediante la figura básica del triángulo pudo comprender en su mente el misterio de la Trinidad y experimentó toda la vida del Cristo en un segundo. Cada vez que intentaba pasar el mensaje encontraba sólo una condena más, una hoguera más, y un pueblo del que tenía que huir. El Máximo Absoluto le recordaba su propio destino, cuando fue el Cristo, cada vez que Micolae preguntaba porqué la gente no lo quería. Después de decenas de acusaciones de herejía, Micolae supo de verdades que trascendían sus propias concepciones anteriores.
Después de las pruebas con los evangelios empezó a realizar pruebas empíricas de los valores morales enseñados por Dios en el mundo. Así consiguió una forma de canonizar al reino vegetal según las leyes físico-morales de su iluminación, y descubrió la forma geométricamente perfecta de romper el himen de una virgen sin que esto entrara en concepción posible del pecado. Una vez envejeció, pero ya por su quinta iluminación había trascendido la muerte. Así fue un testigo silencioso de la historia, pues había entendido que enseñar su verdad era peligroso para el ser humano. Viajó a las Américas y ahí, al ver los genocidios que sus una vez colegas realizaban, se deshizo del hábito porque la matemática de su moral era más precisa que la de la belleza del atuendo.
Vestido como civil, Micolae poco a poco fue cansándose. Su único consuelo era la pequeña iluminación que le otorgaba a una virgen después de acostarse con ella, y eso mismo iba perdiendo sentido rápidamente. Los momentos en que las formas teológicas y geométricas tenían sus esplendores más abruptos dejaron de interesarle, al punto de que, cuando presenció la Segunda Guerra Mundial se dijo a sí mismo que eso ya lo había visto y que seguramente lo volvería a ver.
Sucedió que todo era lo mismo. Todo era contrario de algo más, y todos los contrarios se unificaban en él. Su vida había sido guiada según la iluminación, y Micolae, aburrido, trató de hacer algo distinto. Una mañana en que la realidad estaba tranquila, tomó un pedazo de papel papiro, uno de los originales en los que plasmó la realidad geométrica para expresarla delante del concilio de Padua después de su segunda iluminación. Ahí, en un diagrama pequeño trazado con una tinta negra que brillaba con un extraño dorado, estaba la demostración de la línea recta y la curva que coincidían. En ese momento, el antiguo sacerdote ya vivía en esta ciudad, hace unos cinco años, en un departamento pequeño y ordenado según dictaban los dogmas del Máximo Absoluto, donde guardaba recuerdos de cada una de sus iluminaciones. Divertido, Micolae tomó una pluma y tachó bruscamente el diagrama. Junto, con una tinta distinta, rojo, escribió: UNA LÍNEA RECTA Y UNA CURVA NO PUEDEN COINCIDIR, y se fue a dormir.

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