¡Oh gran dolor!
Admites en tu cueva
nada más que la sombra.
¿Es cierto,
noche negra?
Admites en tu cueva
nada más que la sombra.
¿Es cierto,
noche negra?
Federico García Lorca
Dentro de mi cabeza se gestaba un grito. Y, aunque hacia afuera mi apariencia era tranquila, yo oía constantemente el ruido que estridía. No obstante, me obligaba a mantener la calma porque ya antes habían tratado de encerrarme.
(En aquella ocasión:)
Entraron en mi cuarto, me inmovilizaron y me golpearon. Me pusieron a dormir y me encerraron en un cuarto oscuro, casi negro. Me alimentaron con cenizas y cochambre, que más de una vez hube de compartir con ratas húmedas y malolientes que se colaban a través de pequeñas grietas en la pared. Estuve ahí hasta (no recuerdo cuándo) que empecé a estar aquí. Y, aunque durante muchos días sentí cierta añoranza por mis días de encierro, finalmente le tuve cariño a la luz. Así pasé mucho tiempo, iluminado y en silencio, con mi cabeza en calma.
Luego, un día con tanta luz como todos los demás, mi cabeza empezó a activarse. Primero un burbujeo suave. Después hirvió. Mi cerebro líquido se evaporaba y luego se condensaba. E incluso llegó a evaporarse y condensarse al mismo tiempo. Fue alrededor de esos días que noté cómo me miraba la gente. Como si me hubieran mirado así desde siempre, pero recién caía en cuenta.
Supe que querían atraparme otra vez. Para ese entonces el grito, ya insoportable, me atosigaba día y noche. Además era cada vez más evidente que me encontraba en la mira de mis antiguos encerradores. Me miraban, pequeño, detrás de sus gafas gruesas como de roca transparente y se burlaban de mí. Sonreían con sus dientes anormalmente blancos y brillantes de ortodoncista y echaban sus alientos de animales rumiantes en mi cara: el ruido seguía.
Incierto, sin saber qué era el ruido dentro de mi cabeza ni las razones que todos tendrían para querer encerrarme, busqué un lugar alejado de la sociedad. Me fui de noche y sin dejar huella mientras todos dormían. Me sentí ajeno a todos ellos, como a las paredes corroídas y las luces, y al falso cielo plástico que cubría la ciudad. En la calle, evité pisar cualquier charco que hiciera: "fschaasz"; caminé al principio a pasos cortos, y luego troté. Entré a un callejón estrecho que me llevó a otro aun más estrecho, que llevaba a otros, cada vez más oscuros como el lugar en donde antes había estado encerrado.
Y pensé: "si voy a estar en un lugar oscuro es mejor correr libre" cuando iba llegando al último callejón, que estaba cerrado. Y al pie de la última pared al fondo de este último callejón había una alcantarilla con una gruesa tapa de plomo que todas mis fuerzas apenas pudieron levantar.
Mientras me escabullía por los acueductos donde fluían los desechos de la ciudad, estaba demasiado ocupado en mi huída como para notar que el grito de mi cabeza cesaba poco a poco; decidí correr hasta donde mis piernas no aguantaran más y mi cuerpo se colapsara. Y lo hice. Quedé rendido en un rincón húmedo y tibio donde me llenó una tranquilidad difícil de explicar, y esa misma tranquilidad me convenció de pasar ahí algún tiempo de mi vida. En ese lugar también, apenas había decidido quedarme, escuché el chillido amable de las ratas que se acercaban a mí en la oscuridad...
Diego Álvarez
1 comentario:
Este post me trae imágenes conocidas de no mucho tiempo atrás. Yo no conocí a las ratas... en mi caso eran cerdos muy rosas, muy veloces, muy ruidosos.
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